Peces grandes, peces pequeños

Imagen: Attack of the 50 Foot Woman


1. Peces grandes, peces pequeños

Alfred, lord Tennyson, no conocido precisamente por sus puntos de vista igualitarios, decía esto acerca de los méritos relativos de cada uno de los sexos:

La mujer es el hombre inferior, y todas
sus pasiones, comparadas con las mías,
son como la luz de la luna frente a la luz del sol,
y como el agua ante el vino.[2]

Esta estrofa posiblemente no representa una opinión meditada de Tennyson, ya que el protagonista de Locksley Hall acababa de perder a su amada a manos de un competidor y dice estas palabras durante un gran rapto poético de amargura. No obstante, una lectura literal (que las mujeres son más pequeñas que los hombres) sería aceptada por la mayoría de nosotros como un hecho general en la naturaleza, no como una trampa sexista. Y, por consiguiente, la mayoría de nosotros estaríamos equivocados.

Los machos humanos son, por supuesto, generalmente más grandes que las hembras humanas, y la mayor parte de los mamíferos que nos son familiares siguen el mismo patrón (pero véase el ensayo 11). No obstante, las hembras son más grandes que los machos en la mayor parte de las especies animales; y, probablemente, en su inmensa mayoría. Para empezar, la mayor parte de las especies animales son insectos, y los insectos hembra son normalmente de mayor tamaño que los machos de su propia especie. ¿Por qué son los machos más pequeños?

Hace justamente cien años se propuso una respuesta muy divertida con toda seriedad (como pude averiguar en la columna «Hace cincuenta y cien años» del Scientific American de enero de 1982). Un tal M. G. Delaunay argumentaba que las razas humanas podían ser clasificadas en orden a su rango por medio de la posición social relativa de las hembras. Las razas inferiores padecían bajo el dominio de las hembras, los machos dominaban las razas superiores, mientras que la igualdad entre los sexos caracterizaba las razas de rango medio. Como apoyo colateral a tan singular tesis, Delaunay planteaba que las hembras son más grandes que los machos en los animales «inferiores» y más pequeñas en los animales «superiores». Así, la existencia de un número mayor de especies en las que las hembras son mayores que los machos no suponía amenaza alguna para la idea general de la superioridad del macho. Después de todo, son muchos los que sirven pero pocos los que gobiernan.

El razonamiento de Delaunay es casi demasiado precioso como para estropearlo con refutaciones, pero probablemente valga la pena mencionar que el caso paradigmático de un grupo «superior» con macho de mayor tamaño (el de los mamíferos) es bastante menos sólido de lo que la mayoría de la gente cree (véase Katherine Ralls en la Bibliografía). Desde luego, en una gran parte de las especies de mamíferos los machos son más grandes que las hembras, pero Ralls encontró un sorprendente número de especies en las que la hembra era de mayor tamaño, ampliamente dispersas a todo lo largo del abanico de la diversidad de los mamíferos. Doce de veinte órdenes y veinte entre ciento veintidós familias contienen especies en las que la hembra es mayor que el macho. En algunos grupos importantes, la norma es que la hembra sea de mayor tamaño: los conejos y las liebres, una familia de murciélagos, tres familias de ballenas, un importante grupo de focas y dos tribus de antílopes. Ralls nos recuerda también que, dado que los rorcuales azules son los animales más grandes que jamás hayan existido y, dado que las hembras son más grandes que los machos en las ballenas, el animal más grande de todos los tiempos es sin duda una hembra. La ballena más grande jamás medida de modo fiable llegaba a los 28 metros y era una hembra.

La distribución esporádica de hembras de mayor tamaño en el seno del mundo taxonómico de los mamíferos ilustra la conclusión general más importante a la que podemos llegar acerca del tamaño relativo de los sexos. Los datos observados no sugieren tendencia general o universal que asocie la predominancia de uno u otro sexo con la complejidad anatómica, la edad geológica o el supuesto estadio evolutivo. Más bien, el tamaño relativo de los sexos parece reflejar una estrategia evolucionada para cada circunstancia particular; una reafirmación de la idea de Darwin de que la evolución es fundamentalmente la historia de la adaptación a ambientes locales. En esta perspectiva, no podemos por menos que esperar el esquema habitual de hembras de mayor tamaño. Las hembras, como productoras de huevos, son normalmente más activas que los machos en la cría de su descendencia. (En las especies que disponen de machos que cuidan la prole, como los caballitos de mar y varios peces que incuban en la boca, éstos deben recibir los huevos directamente de una hembra o recogerlos activamente una vez depositados.) Incluso en las especies que no ofrecen ningún cuidado por parte de los progenitores, los óvulos deben ir equipados de nutrientes, mientras que los espermatozoides son poco más que ADN desnudo equipado de un mecanismo de desplazamiento. Los huevos, de mayor tamaño, requieren más espacio y un cuerpo más grande para producirlos.

Si las hembras suministran la nutrición esencial para el crecimiento embrionario o larvario, podríamos preguntarnos cuál es la razón de la existencia de los machos. ¿Para qué molestarse con el sexo si un solo progenitor puede hacerse cargo del aprovisionamiento esencial? La respuesta a este viejo dilema parece encontrarse en la naturaleza misma del mundo de Darwin. Si la selección natural impulsa la evolución preservando las variantes favorecidas de un espectro aleatoriamente distribuido en torno a un valor medio, entonces una ausencia de toda variación hace descarrilar el proceso, puesto que la selección natural no hace nada directamente y tan sólo puede escoger entre las alternativas que se le presenten. Si toda la descendencia consistiera en fotocopias de un único progenitor, no presentaría variación genética alguna (a excepción de escasas nuevas mutaciones) y la selección no podría actuar eficazmente. El sexo genera una enorme cantidad de variación al mezclar el material genético de dos organismos en cada descendiente. Aunque sólo fuera por esto, tendremos machos dando vueltas a nuestro alrededor durante mucho tiempo aún.

Pero, si la función biológica de los machos no va más allá de la contribución de un poco de ADN esencialmente desnudo, ¿por qué tanto esfuerzo para crearlos? ¿Por qué en la mayor parte de los casos son casi tan grandes como las hembras, están dotados de órganos complejos y son perfectamente capaces de llevar una vida independiente? ¿Por qué las industriosas abejas habrían de continuar produciendo las grandes, y en buena medida inútiles, criaturas macho, tan apropiadamente llamadas zánganos?

Estas preguntas serían difíciles de responder si la evolución estuviera orientada hacia el bien de la especie o de grupos mayores. Pero la teoría de la selección natural de Darwin mantiene que la evolución es fundamentalmente una lucha entre organismos individuales por transferir más genes propios a las sucesivas generaciones. Dado que los machos son esenciales (como argumentábamos antes) se convierten en agentes evolutivos por derecho propio; no están diseñados en beneficio de su especie. Como agentes independientes, se suman a la lucha a su modo y manera; y estas formas de sumarse a la lucha favorecen en ocasiones un mayor tamaño. En muchos grupos, los machos combaten (literalmente) por el acceso a las hembras, y los pesos pesados a menudo disfrutan de ciertas ventajas. En animales más complejos puede hace aparición la vida social, convirtiéndose en algo cada vez más elaborado. Esa misma complejidad puede llegar a hacer necesaria la presencia y la participación activa de más de un progenitor en la crianza de los descendientes, y los machos obtienen un papel biológico que trasciende la mera función de inseminador.

Pero ¿qué ocurre en las situaciones ecológicas que no favorecen el combate ni hacen necesario el cuidado de los progenitores? Después de todo, la frase relativa a la biología más famosa de Tennyson (su descripción de la ecología de la vida como «la naturaleza, con uñas y dientes tintos en sangre») no se aplica en todos, ni siquiera en la mayoría de los casos. La «lucha por la supervivencia» de Darwin es una metáfora que no tiene por qué implicar un combate abierto. La lucha en pos de la representación genética en la siguiente generación puede adoptar multitud de formas. Una estrategia habitual imita el lema de las elecciones fraudulentas: «Vote temprano y vote a menudo» (sustituyendo «fornique» por «vote»). Los machos apegados a esta táctica no tienen necesidad evolutiva de un tamaño o una complejidad superiores a las indispensables para localizar a una hembra con la mayor rapidez posible y quedarse a su alrededor. En tales casos, podríamos esperar vernos frente a machos en su estado ínfimo (una situación que podría haberse generalizado si la evolución operara en bien de la especie), un pequeño dispositivo dedicado exclusivamente a la producción y suministro de esperma. La naturaleza, siempre tan bien dispuesta, nos ha proporcionado algunos ejemplos de lo que, de no haber sido por gracia de la selección natural, podría haber sido mi sino.

Consideremos una especie muy dispersa en un área tan amplia que, sólo en raras ocasiones, sería posible que los machos se encontraran junto a una hembra. Supongamos también que las hembras, como adultos, se mueven muy poco o nada: pueden vivir ancladas al substrato (por ejemplo, las bellotas de mar); pueden vivir como parásitos dentro de otro animal o pueden alimentarse cazando al acecho y con cebo en lugar de perseguir a sus presas. Y supongamos, finalmente, que el medio que las rodea pueda mover de un lado para otro con facilidad a animales de pequeño tamaño, como ocurre en los océanos con sus corrientes y su elevada densidad (véase el libro de M. Ghiselin, The Economy of Nature and The Evolution of Sexpara una discusión acerca de este fenómeno). Dado que los machos tienen poca propensión para las batallas literales, al tener que encontrar una hembra inmóvil, y ya que el medio en el que viven puede ofrecerles transporte (o al menos colaborar con él), ¿por qué habrían de ser grandes? ¿Por qué no encontrar rápidamente una hembra siendo aún pequeño y joven y limitarse a adherirse a ella como una simple fuente de esperma? ¿Por qué trabajar y alimentarse y volverse grande y complejo? ¿Por qué no explotar a la hembra que se alimenta? Toda la descendencia de ésta seguirá siendo del macho al cincuenta por ciento.

De hecho, esta estrategia es bastante común, aunque poco apreciada por los mamíferos conscientes de una condición diferente, entre los invertebrados marinos que o bien viven a grandes profundidades (donde la comida es escasa y las poblaciones son de muy baja densidad), o se sitúan en lugares muy dispersos difíciles de localizar (como ocurre en muchos parásitos). Aquí nos encontramos a menudo con el no va más de la expresión de la tendencia más común en la naturaleza: que las hembras sean más grandes que los machos. Estos se convierten en enanos, a menudo de menos de una décima parte de la longitud de las hembras, y desarrollan un cuerpo fundamentalmente adaptado para localizar hembras: una especie de mecanismo de entrega de esperma.

Por ejemplo, una especie de Enteroxenos, un molusco parásito que vive dentro del intestino de los cohombros de mar (holoturias: equinodermos emparentados con los erizos y las estrellas de mar) fue inicialmente descrito como hermafrodita, dotado de órganos sexuales de macho y hembra. Pero J. Lutzen, de la Universidad de Copenhague, descubrió hace poco que el «órgano masculino» es, de hecho, el producto degenerado de un organismo macho enano e independiente, que localizó a la hembra y se adhirió a ella permanentemente. La hembra de Enteroxenos se ancla al esófago de la holoturia por medio de un pequeño tubo ciliado. El macho enano encuentra el tubo, penetra en el cuerpo de la hembra, se adhiere a un determinado lugar y acto seguido pierde virtualmente la totalidad de sus órganos, a excepción, claro está, de los testículos. Tras la penetración del macho, la hembra rompe su conexión tubular con el esófago de su patrón, eliminando así toda posibilidad de entrada de cualquier futuro macho. (Un darwiniano estricto —yo no lo soy— predeciría que el macho ha desarrollado algún mecanismo para romper, o hacer que la hembra rompa, esta conexión tubular, asegurándose así la paternidad de toda la descendencia de la hembra. Pero no existe aún evidencia alguna que confirme o rechace esta hipótesis.)

Mientras un fenómeno tan poco reconfortante resida en invertebrados poco conocidos e «inferiores», los partidarios de la superioridad del macho que buscan un falso apoyo en la naturaleza pueden no sentirse excesivamente inquietos. Pero me encanta disponer de la oportunidad de narrar una historia similar acerca de un grupo de vertebrados magníficamente apropiados: peces pescadores abisales del orden Ceratioideos (un gran grupo con once familias y casi cien especies).

Los peces pescadores ceratioideos disfrutan de todos los prerrequisitos necesarios para la evolución de machos enanos como sistema de entrega de esperma. Viven a grandes profundidades en mar abierto, en su mayor parte entre los 1.000 y 3.000 metros de profundidad, donde la alimentación es escasa y las poblaciones muy dispersas. Las hembras han liberado la primera espina de la aleta dorsal, desplazándola hacia adelante sobre su voluminosa cabeza. Hacen colgar un señuelo del extremo de esta espina y literalmente pescan con él. Agitan y balancean el cebo mientras flotan inmóviles en medio del mar. Los rapes y otros peces pescadores emparentados con éstos, que viven en aguas menos profundas o en los fondos marinos, a menudo desarrollan estructuras miméticas complejas para sus señuelos: trozos de tejido que parecen lombrices o incluso un pez (véase el ensayo 3 en El pulgar del panda). Los ceratioideos viven muy por debajo de la profundidad a la que llega la luz en el agua de mar. Su mundo es un mundo de oscuridad total y, por consiguiente, deben aportar ellos mismos la luz para atraer a sus presas. Sus señuelos resplandecen con una luminiscencia producida por unas glándulas luminiscentes: una trampa mortal para la presa y, tal vez, un foco de atracción para los machos enanos.

En 1922, B. Saemundsson, un biólogo pesquero islandés, capturó una hembra de Ceratias holbolli de 66,4 cm de longitud. Para su sorpresa, encontró dos pequeños peces pescadores de tan sólo 5,15 y 5,33 cm adheridos a la piel de la hembra. Asumió, naturalmente, que eran crías, pero se sintió sorprendido por su forma degenerada: «A primera vista —escribió— pensé que estos jóvenes no eran más que trozos desgarrados de piel que habían quedado sueltos». Había otro detalle que le sorprendió aún más: aquellos pequeños peces estaban tan firmemente sujetos que sus labios habían quedado sellados en torno a un trozo de tejido de la hembra que llegaba hasta bien entrada su garganta. Saemundsson no dio con otra forma de expresar lo que veía más que a través de una analogía, obviamente inadecuada, con los mamíferos: «Los labios quedan sellados y adheridos a una papila blanda o "teta" que sobresale, al parecer, del abdomen de la madre».

Tres años más tarde, el gran ictiólogo británico C. Tate Regan, por aquel entonces conservador de peces, y posteriormente jefe del Museo Británico (Historia Natural), resolvió el dilema de Saemundsson. Los «jóvenes» no eran crías, sino machos enanos sexualmente maduros adheridos permanentemente a la hembra. Al ir estudiando Regan los detalles de la unión entre el macho y la hembra, descubrió el dato asombroso que desde entonces ha sido celebrado como una de las mayores rarezas de la historia natural: «En el punto de unión del macho y la hembra existe un amalgamiento total … Sus sistemas vasculares son continuos». En otras palabras, el macho ha dejado de funcionar como organismo independiente. Ya no se alimenta, puesto que su boca está sellada a la epidermis de la hembra. Los sistemas vasculares del macho y la hembra se han unido y el diminuto macho depende totalmente de la sangre de la hembra para su nutrición. Regan escribe acerca de una segunda especie que presenta hábitos similares: «Es imposible determinar dónde acaba un pez y dónde empieza el otro». El macho se ha convertido en un apéndice sexual de la hembra, una especie de pene incorporado. (Tanto la literatura técnica como la divulgativa, a menudo se refieren al macho fusionado llamándole «parásito». Pero yo me resisto. Los parásitos viven a expensas de su huésped. Los machos fusionados dependen de las hembras para su nutrición, pero a cambio le ofrecen el más precioso de los dones biológicos: el acceso a la siguiente generación y la oportunidad de una continuidad evolutiva.)
1. Un pez pescador macho (a la derecha), de alrededor de 4 cm de longitud, se fusiona con una hembra de 25 cm de su misma especie (reproducido de Natural History).
2. Sección longitudinal simplificada que muestra un pez pescador macho adherido a una hembra. Los dos peces comparten tejidos (A), y el testículo del macho (B) ha aumentado de tamaño (reproducido de Natural History).
El grado de incorporación de los machos se ha visto exagerado en la mayor parte de las versiones de divulgación. Aunque los machos fusionados prescinden de su independencia vascular y pierden o reducen una serie de órganos ya innecesarios (los ojos, por ejemplo), siguen siendo algo más que simplemente un pene. Su propio corazón debe bombear la sangre que la hembra le suministra, y siguen respirando con sus propias agallas y eliminan do materias de desecho con sus propios riñones. Regan escribe acerca de un macho firmemente adherido:
El macho, aunque en gran medida no sea más que un apéndice de la hembra y dependa totalmente de ella para su nutrición, conserva a pesar de todo una cierta autonomía. Probablemente sea capaz de cambiar su posición en alguna medida moviendo la cola y las aletas. Respira, puede tener unos riñones funcionales y extrae de la sangre ciertos productos de su propio metabolismo conservándolos en forma de pigmento … Pero tan perfecta y compleja es la unión entre marido y mujer, que uno puede estar prácticamente seguro de que sus glándulas genitales maduran simultáneamente. Y tal vez no sea demasiado aventurado pensar que la hembra probablemente pueda controlar la descarga de semen del macho, asegurándose de que se produzca en el momento adecuado para la fecundación de sus óvulos.
No obstante, por muy autónomos que sean, los machos no han afinado excesivamente en busca de una optimización darwiniana, ya que no han desarrollado ningún mecanismo para excluir la fusión de otros machos. A menudo hay varios machos implantados sobre una única hembra.
(Ya que estamos criticando la exageración de algunas narraciones populares, permítaseme una divagación tangencial para poner de relieve uno de mis motivos favoritos de irritación. Para mis descripciones utilicé la información básica obtenida en libros técnicos, pero empecé leyendo varias versiones de divulgación. Todas las versiones escritas para el público no científico hablan de los machos fusionados como de la curiosa historia delpez pescador, del mismo modo que a menudo oímos hablar acerca del mono que saltaba de árbol en árbol, o de la lombriz que excava túneles en la tierra. Pero si la naturaleza nos da alguna lección, lo hace proclamando la diversidad de la vida. No existen esas abstracciones que son la almeja, la mosca o elpez pescador. Los peces pescadores ceratioideos representan casi un centenar de especies y cada una de ellas presenta sus propias peculiaridades. Los machos fusionados no han aparecido en todas las especies. En algunas, los machos se adhieren temporalmente, presumiblemente en la época de la puesta, pero jamás se fusionan. En otras, algunos se fusionan y otros maduran sexualmente conservando su independencia corporal. Existen aún otras en las que la fusión es obligatoria. En una especie de estas últimas jamás se ha encontrado una hembra sexualmente madura desprovista de macho, y es posible que el estímulo de las hormonas masculinas constituya un requisito necesario para la maduración.

Estos ejemplares de fusión obligada se han convertido en el paradigma de las descripciones populares del pez pescador, pero no representan la mayoría de las especies de ceratioideos. Me quejo porque estas abstracciones carentes de significado transmiten impresiones gravemente falseadas acerca de la naturaleza. Exageran enormemente la discontinuidad de la naturaleza, convirtiendo las formas extremas en falsos paradigmas de todo un grupo, y rara vez mencionan las especies estructuralmente intermedias que a menudo viven felices y abundantes. Si todos los peces tuvieran tan sólo machos totalmente independientes o completamente fusionados, ¿cómo podríamos llegar a imaginarnos siquiera la transición evolutiva hacia el singular sistema sexual del pez pescador? Pero la abundancia de etapas estructuralmente intermedias —adherencia temporal o fusión de sólo algunos machos— nos transmite un mensaje evolutivo. Estos intermedios estructurales modernos no son, por supuesto, antecesores de hecho de las especies totalmente fusionadas, pero sí trazan a grandes rasgos una senda evolutiva; del mismo modo que Darwin estudió los ojos simples de las lombrices y las conchas de peregrino para averiguar cómo una estructura tan compleja y aparentemente perfecta como el ojo de los vertebrados podía desarrollarse a través de una cadena de formas intermedias. En cualquier caso, el lema de la naturaleza es el de la diversidad exuberante; jamás debería verse oscurecido por abstracciones descuidadas.)

Los machos de los ceratioideos se embarcan en su peculiar curso vital en un momento temprano de su vida. En su forma larvaria se alimentan normalmente y viven independientes. Tras un período de rápido cambio, o metamorfosis, los machos de las especies de fusión obligada no desarrollan sus canales alimentarios más allá, y jamás se alimentan de nuevo. Sus dientes normales desaparecen y conservan y exageran el desarrollo de tan sólo unos pocos dientes fusionados en los extremos de la boca: inútiles para la alimentación, pero bien adaptados para atravesar y aferrar la piel de una hembra. Adelgazan y se vuelven más estilizados, con una cabeza afilada, cuerpo comprimido y una fuerte aleta caudal propulsora; en pocas palabras, una especie de torpedo sexual.

Pero ¿cómo hacen para encontrar hembras esas diminutas partículas de materia conyugal en medio de un océano infinito? La mayor parte de las especies debe utilizar claves olfativas, un sistema que, en los peces, a menudo está exquisitamente desarrollado, como en el caso de los salmones que retornan al hogar, que son capaces de oler su arroyo natal. Estos machos de ceratioideos desarrollan, tras la metamorfosis, unas gigantescas fosas nasales; en relación con el tamaño del cuerpo, algunos ceratioideos tienen unos órganos nasales de mayor tamaño que los de cualquier otro vertebrado. Otra familia de ceratioideos no desarrolla grandes fosas, pero los machos tienen unos ojos enormemente engrandecidos y sin duda se guían por la fantasmal luz de las hembras pescadoras (cada especie tiene un modelo diferente de iluminación, y probablemente los machos reconozcan a las hembras que les corresponden). El sistema no es totalmente infalible, ya que el ictiólogo Ted Pietsch encontró hace poco un macho de una especie adherido a una hembra de una especie diferente; un error fatal en términos evolutivos (aunque los dos peces no se habían fusionado y tal vez hubieran podido separarse más adelante si la celosa ciencia no les hubiera capturado y preservado in flagrante debelo).

Aquí sentado moviendo los dedos de los pies y de las manos con mi gloriosa independencia (y con los dos centímetros de ventaja que le saco a mi esposa), me siento tentado (pero debo resistirme) a aplicar los estándares de mi tan querida autonomía y a sentir lástima por el pobre macho fusionado. Su vida puede no ser gran cosa en términos humanos, pero permite que varias especies de peces pescadores sigan existiendo en un ambiente extraño y difícil. Y, en cualquier caso, ¿quién puede juzgar? En algún sentido apocalípticamente freudiano, ¿qué macho sería capaz de resistir la fantasía de una vida en forma de pene con corazón, profunda y permanentemente enclavado en el seno de una mujer que cubriera todas sus necesidades? En todo caso, estos peces pescadores representan tan sólo la expresión extrema del modelo más común en la naturaleza: machos de pequeño tamaño cumpliendo un papel evolutivo como fuentes de esperma. ¿No expresarán, pues, una generalidad a través precisamente de su exageración de ella? Los raros somos nosotros, los machos humanos.

Dejo, pues, a los peces pescadores fusionados con cierto respeto reverencial. ¿Acaso no han descubierto y establecido como su modo de vida lo que según Shakespeare «debería conocer todo hijo de hombre sabio», que «los viajes terminan en encuentros de amantes»?[3]

En "La sonrisa del flamenco"
Stephen Jay Gould

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